Tal
vez fue fruto de mi desesperación, de mi inclinación por cualquier cosa que me
diera un poco de esperanza o sino simplemente esa increíble afición que tengo hacia
lo sobrenatural, hacia lo inexplicable… no se… busco en mi memoria y no
encuentro una razón fuerte para haber emprendido esta aventura incierta y
peligrosa.
Pero
acá estoy, sólo en tierras hostiles, en la misma situación que hemos visto en
infinidad de películas de Hollywood… un héroe contra todas las fuerzas
infernales desatadas sobre la tierra, un luchador solitario en territorio
enemigo, desamparado pero con una misión inquebrantable… sobrevivir.
Para
el resto del mundo un día como todos los otros, pero para mí, que sabía lo que
estaba en juego, que estaba al tanto de que toda la humanidad dependía de un
pobre muchacho de Villa Luro era una jornada decisiva, a matar o a morir.
Recapitulemos,
todo empezó cuando casi choqué contra un camión verde que se me venía de frente
a toda velocidad como si fuera un tren de Greenpeace dispuesto a llegar a su
destino para rescatar una ballena encallada.
En
realidad, debo ser sincero, la culpa fue mía, solo mía.
A
mi lado estaba Patricia, no cualquier patricia sino Patricia, la diosa de la
oficina, ese oscuro objeto de meneo, esa indescriptible fuente de desvelos que
se mueve entre expedientes y órdenes de pago.
A
veces se me acercaba y con esa voz susurrante me decía:
-
“tenes ganchitos 21/6”
Y
en ese instante mi universo colapsaba, mis manos se desesperaban tanteando el
contenido del cajón de mi escritorio: clips, papeles escritos con mensajes
ininteligibles, tapitas de gaseosas que alguna vez llevaría no se a donde para
ganar no se que cosa, galletitas húmedas, nada, ninguna caja de ganchitos…
- “…
no… se me acabaron…”
Y
allí ella se iba como andando entre nubes y yo ahí me quedaba como cayendo
entre piedras.
El
destino había querido que viviéramos a pocas cuadras, por eso apenas conocí ese
dato me ofrecí para llevarla al trabajo. Y ese ida y vuelta fue creando primero
una amistad y luego algo que yo quería acrecentar.
Esa
mañana, me sentía con las fuerzas necesarias para avanzar y así cual kamikaze
suicida (creo que no había de otro tipo) me lance con todo y como había soñado
muchas veces en mis peores pesadillas, ella me dijo con su voz menos seductora:
-
“yo te quiero… pero como amigo…”
En
ese momento me olvidé del camino, del auto y de todo, cerré los ojos con tanta
fuerza que empecé a ver puntos luminosos, hasta que escuché la ya no tan
susurrante voz de Patricia gritando:
-
“¡Cuidado! ¡Un
camión!”
Abrí
los ojos y con un volantazo hacia la derecha zafamos de morir, a mi nada me
importaba, estaba totalmente atontado por ese comentario: “amigos, sólo
amigos”, fue como una puñalada, desde ese momento mi vida quedó congelada y
destruida.
Empecé
con un andar taciturno, al principio confundible con mi alma bohemia, pero entre
mis compañeros de trabajo esa confusión duró los primeros tres minutos de ese
día. Todos en la oficina se dieron cuenta de que tenía algo más que la modorra
matutina.
Yo,
para librarme de sus miradas volví con los reclamos de siempre, “necesito otra
máquina, también alguien que me ayude y una impresora más rápida….” Pero nadie
me prestó atención.
Debe
decir que mi conducta en el trabajo podría haber sido caratulada de taciturna,
lunática –para los amantes de las palabras antiguas- aunque otros más prosaicos
podrían haber murmurado: “este chico duerme poco…”.
Derramar
el café sobre ese expediente, insultar al jefe por teléfono creyendo que era
una broma de los de maestranza, darle al “enter” sin pensar aunque el mensaje
fuera: “se perderán todos los archivos”, quedarme cinco minutos apretando el
botón de agua fría del dispenser hasta inundar el cubículo que llamamos cocina
a falta de otro nombre menos comprometedor… en fin, todos esos momentos no
fueron lo mejor de mí, pero estaban allí, señalándome por sobre toda la
mediocridad bienpensante de la oficina.
Y
recién iba la mañana de tan infausto día.
Para
el miércoles, Estela, la más metida de todo el plantel de Contaduría, mirándome
a los ojos, con una voz profunda y lenta, bien de ultratumba, como si estuviera
anunciándome una enfermedad incurable, me dijo:
-
“… vos necesitas que te tiren las
cartas..”.
Ella
disfrutaba el momento, se le notaba en la manera en que sus ojos me miraban.
Las
palabras de Estela me hicieron sonreír, pero empezaron a dar vuelta por mi
adormecido cerebro:
-
“… Sí, necesito saber como sigue mi vida, cuál es el futuro que me tiene
preparado el Destino…”
Esa
misma tarde fui hasta el escritorio de Estela, me acerqué lentamente, tratando
de no tumbar ninguno de sus peluches ni lastimar a su potus, al sentir que me
acercaba, ella levantó la vista y de su rostro surcado por arrugas tapizadas de
cremas faciales, partió un rayo ocular, una lanza visual que atravesó mi
corazón y cortó con todo el ruido de alrededor.
Se
estableció una burbuja de aislamiento donde sólo estábamos Estela y Yo.
Ni
siquiera hizo falta que le dijera algo, ella agarró un papelito y escribió:
“Sra. Esmeralda –tarotista- “ después garabateo una dirección del gran Buenos
Aires.
Extendió
su mano con una actitud propia de alguien que entrega EL ANTIDOTO a un
infortunado picado por una yarará.
Sólo
me salió un tímido “gracias” y murmuré algo así como que el sábado iba a ir.
Ella
sonrió y me dijo:
-
“Vas a ver que
te va a cambiar la vida”
La
miré con incredulidad pero para no arruinar con mi ironía la pequeña buena onda
que se había establecido, le dije
-
“¡Ojalá! sería bueno” Y lentamente me
fui hacia mi escritorio.
Puse
el papelito pegado con una cinta al costado del monitor, durante toda la tarde
sentía el peso de esa letra de maestra de tercer grado que me empujada a
encontrar un sentido a mi vida, la redondez de su letra “o” era de una
perfección sobrehumana, hacía que la palabra “tarotista” se balanceara sobre
ella, le daba una profundidad espectral.
Y
así fue como hoy, sábado, salí a las nueve de la mañana, en búsqueda de
Esmeralda, mi tarotista de cabecera.
Yo
sabía que una excursión al conurbano bonaerense era algo importante en la vida
de todo muchacho porteño, tuve que soportar la ausencia de una señalética vial adecuada,
cada tanto se sucedían falsas indicaciones con el único fin de despistar a los
pobres extranjeros.
Lentamente
empecé a darme cuenta que se iban reuniendo escuadras de motochorros que trataban
de ocultarse, diría que se emboscaban en cada esquina.
Mi
futuro inmediato –no el que me tenía que contar Esmeralda- se inclinaba hacia
una de las incontables zonas liberadas del conurbano para que me roben, un
verdadero calvario que mi diestra mano al volante y mi pié caliente en el
acelerador lograba peligrosamente eludir.
Al
cabo de una media hora de haber cruzado la General Paz ya estaba
tan perdido que no cabía otra cosa que reconocerlo. A pesar de mis prejuicios
sobre lo poco viril de pedir instrucciones, me detuve en una parada de
colectivo para preguntar.
Había
dos tipos tomando de una botella, el color del líquido no me inspiraba ninguna
confianza y sus caras sólo me producían pavor, atrás como queriendo no estar,
se encontraba un pibe más o menos de mi edad.
Estacioné
el auto a diez metros de la parada, baje y ante la mirada pendenciera de los
dos hombres.
Por
descarte, encaré al muchacho, le mostré el papel con la dirección y le dije:
-
“No sabes donde queda esto“
El
flaco me miró y me dijo:
-
“Yo voy justo para ese lado, ¿me llevás?”
En sus ojos vi una súplica que se
reforzó cuando uno de los hombres sacó un cuchillo y con gestos ampulosos nos
lo mostró como si fuera una obra de arte abstracta.
-
“Sí, te llevo, pero apurémonos…”
Y
salimos corriendo hacia mi vehículo. Nuestro rápido escape tomó desprevenidos a
los hombres y ese fue el único motivo por el cual les sacamos casi cinco metros
y logramos subir al auto sin problemas.
-
“Hola me llamo Marcos,
soy estudiante de ciencias ocultas y también voy a lo de Esmeralda”
CONTINUARÁ....
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